Camino por la calle Bellavista y al cruzar, desde Capellán Abarzúa, un jeep con militares para en el rojo. Me ven pasar cacerola en mano, se sonríen, me señalan. Suspiro y el aire pica; piso fuerte por el paso de cebra y avanzo. Antes que cambie el semáforo, volteo para fotografiarlos, para indicar que no tengo miedo. Mi celular no funciona con la rapidez que quisiera y pierdo la imagen, pero alcanzo a ver sus rostros serios. Son niños, un puñado de ellos, más chicos probablemente que mi hermano menor.
Bajo por Santa María y tomo el puente del NO; el Racamalac está congestionado por cintas, candados y ahora de personas con banderas y cacerolas. Antes de cruzar, se me atraviesa un ciclista que va golpeando el marco de su bicicleta mientras pedalea. Desde la cima se ve un tumulto en humareda, se escuchan bombazos en la base del gran celular que es el edificio Telefónica. Veo mujeres y jóvenes con banderas como capas; la mayoría de ellos con la bandera de Chile, pero también con la de la comunidad LGBTIQ+, con la de los pueblos originarios, con la del pueblo mapuche. Veo albos, cruzados y chunchos, caminar y sonreír en complicidad.
Hay pancartas, muchísimas pancartas. Cada cual más original que la otra; bajo por Providencia, caminando entre la multitud hacia Plaza Italia. El aire pica más y más, se siente de manera intermitente el paso de helicópteros, rasantes, provocadores. Hay una nube lacrimógena envolviendo el obelisco que tiene a un Balmaceda con la bandera como pañuelo, para resistir. Es uno más entre los miles que acusamos este cansancio. De pronto la gente brama, y se siente un rugido: vienen llegando los motoqueros. El aire se contrapesa con el aroma a diésel. En la esquina con Seminario hay un montón de gravilla sobre la que la gente se amontona: de fondo, un cartel de la película Joker con Joaquin Phoenix riendo en su máximo esplendor.
Estoy cerca del puente Pío Nono, por Santa María nuevamente; aparecen Carabineros vaya uno a saber de dónde, y el aire alrededor se comprime. La adrenalina me hace correr con agilidad, desde mi paupérrimo sedentarismo. No puedo respirar, busco tomar aliento pero los ojos arden como si tuvieran ají. Duelen los párpados, como si tuviesen llagas; siento una voz femenina que me dice que me calme, y me estira un trocito de limón. Consigo algo de alivio y cuando puedo abrir los ojos una mujer rubia de unos cincuenta años, me ofrece algo de agua; está con sus dos hijos, chicos veinteañeros. Me comenta que es profesional y que tiene un buen pasar: sus hijos van a buenos colegios, pero necesitamos más humanidad y una sociedad más generosa, por eso los instó a venir.
Vuelvo a sentir la angustia colectiva de la arremetida de carabineros, y veo a la gente correr. Imito el proceso, con la certeza de que a mis espaldas viene el peligro. En la estampida caen mis lentes y me paralizo, una mano borrosa me alcanza las gafas y agradezco en medio de la carrera a una chica morena que estoy segura jamás veré de nuevo…
Hoy me cuesta escribir, porque a ocho días de la explosión manifiesta de esta olla a presión social en la que estamos, acuso cansancio emocional además de físico. Ahora voy por pañuelos, agua y mi cacerola: hay que sumar fuerza, para ser parte de este hito histórico. Me voy a la marcha más grande de Chile.
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